viernes, 13 de julio de 2018

El olvido. ¿Ángel o demonio?

Nos decidimos, nomas, a escribir. A escribir sobre lo no escrito. Sobre lo no dicho. Sobre lo que callan los "memoriosos". 
Que Funes, el memorioso de Borges, me guíe. 
Esto empieza acá y ya no tiene retorno.
"Quien quiera oír, que oiga". Pero nunca confundan oír con escuchar......

Muchas veces se hecha mano al slogan fácil. "La voz de los que no tienen  voz". El tema es determinar quién o quiénes no tienen voz. ¿La fallecida hija del Capitán Viola, por ejemplo? ¿La Democracia se la dio, acaso? ¿Al soldado de guardia del regimiento de Formosa?, tampoco..... ¿Al jefe de guardia de La Tablada? Menos. Al comisario Re le tocó tener voz "un cuarto de hora", pero el resto de la vida, sin piernas desde abajo de las rodillas........

Esta será una historia hecha con retazos, pero si logramos aportarlos, éstos harán la obra de arte, que no será otra cosa que una obra de Justicia.

Dicen que es imposible recordarlo todo. Pero la experiencia indica que quienes dicen ser los adalides del recordar, van a la cabeza de un proyecto sistemático de olvido. Es que, estamos en combate. Y este combate es moral, es ético, es cultural. Es el único que nos seguirá garantizando la existencia de la Patria.

"El olvido es un ángel", que viene para que podamos seguir construyendo una comunidad nacional, que de lo contrario, sería imposible construir con el recuerdo permanente y eterno. Peor, el olvido es un demonio cuando es selectivo, sistemático, de gestión estatal y para estatal, y que se impone como única verdad.

Vamos a poner nervioso a ese "ángel". A ver qué pasa......

______________________________________________________

Nuestra primera "excursión" es por el camino que trazaron los "jóvenes idealistas". Nuestras excursiones tendrán el estilo de "picadura de avispa". Planeo, pico, me voy. 
Uno de estos "idealistas" escribió y publicó un libro al que llamó "Montoneros. La buena historia". Su nombre: José Amorín. En ese "trabajo", introduce algunos conceptos de sí mismo y sus "compañeros",  -como si no tuvieran abuela- "Sobre nosotros".

Pero me llamó mucho la atención un párrafo del segundo capítulo. Habla por sí solo acerca de quiénes fueron y son estos tipos. Su cinismo, su cobardía, su delirio. Todo eso junto. Y porque no quiero adjetivar, ya que el texto se define a sí mismo y a ese "nosotros" que solemos olvidar, en general a raíz de las operaciones nunca casuales de Estado y diversas OSGs (organizaciones SÍ gubernamentales....), lo transcribo. Los invito a leerlo. Es textual. No tiene desperdicios. No tiene perdón. No tiene explicación posible....

   
Capítulo 3 - Cosas increíbles que pasan en Montreal...

Acaba de ver, en la pantalla de la tele el tipo acaba de ver "Montreal, 1971". Y se dispara. Bebió mucho, fumó porro, el tipo se dispara: ¿qué estaba haciendo el tipo en 1971?. En 1971, mediados del ’71, una mina le voló la cabeza. Recuerda el tipo, la ve: aparece en la pantalla sentada frente a él mesa por medio en "La Perla del Once". El tipo la mira a los ojos, sin dejar de mirarla abre el sobre de azúcar, se lo pone en la taza, le revuelve el café y dice: "nunca vi ojos como los tuyos". Lo decía en serio: tres días antes estaba en la cárcel y, cuando veía, sólo veía ojos de mierda. Ojos duros, locos, desvaídos, contritos, huidizos, rencorosos, apagados. Ojos de mierda, mejor no mirar. Y antes, poco antes de la cárcel, había visto ojos muertos. Los ve el tipo en la pantalla, ahora los ve de nuevo: ojos muertos. Poco antes de la cárcel, el tipo mató a otro tipo. Cuando se inclinó sobre él para el tiro del final, el tipo ya sin verlo lo miraba, los ojos muertos. Era un cana, petiso, aindiado, fibroso, suspicaz, ladino, nervioso. El tipo no lo conocía, sólo lo había visto tres veces. No lo conocía, lo suponía solamente de verlo mientras lo vigilaba. Horas lo vigiló cuando el cana hacía guardia en la esquina de la quinta presidencial: Malaver y Maipú. Entraba y salía de la garita, manoseaba la metralleta, apuntaba al pedo, miraba con desconfianza a cualquiera que pasara cerca, relojeaba de costado, se daba vuelta de golpe. Recién ahora, frente a la pantalla, el tipo piensa: "como si esperase la muerte, como si la supiera agazapada". Recién ahora. Pero en el ’71 sólo pensó "es un negro jodido". Y previó. El tipo previó que si el otro tipo, el cana, estaba de guardia cuando ellos asaltaran la quinta, las cosas iban a salir mal. Y lo planteó: los compañeros consideraron que era razonable y decidieron asaltar la quinta durante la guardia de otro cana, uno jovencito, carucha de inocente, se pasaba la guardia papando moscas. Pero a la hora de la hora el inocentón no estaba, estaba el otro tipo, el indio, pleno de furia contenida, como siempre. Entonces el tipo sintió la mano del miedo apretándole las tripas y propuso "suspendamos". Pero Pepe, el jefe, se negó: "está todo listo, contención, sanidad, montarlo de nuevo es un quilombo, se hace", decidió Pepe. Y el tipo -bebió mucho, fumó porro y está solo, viejo y solo- se ve en la pantalla: avanza a lo largo de la avenida Maipú, faltan veinte o treinta metros para llegar a la esquina de la quinta presidencial, viste de cafetero, una bolsa con cuatro termos de café le cubre el pecho, pero no son termos, son bombas molotov. "Estaba pirado", piensa el tipo ahora, "un balazo, un tropezón y me convertía en bonzo" piensa el tipo frente a la pantalla. Pero en la pantalla se lo ve sonriente. No se ve su mano derecha, la que empuña una pistola amartillada y está oculta detrás del bolso con las molotov. Se lo ve a él, sonriente mientras cruza la calle Malaver y avanza sobre la garita, mientras se acerca al cana, sonriente el tipo. Le sonreía al otro tipo, al cana, mientras con la mano izquierda sacaba del bolso de cafetero un vasito de plástico y con los ojos le ofrecía "¿querés un cafecito?". Pero el otro tipo, cuando apenas los separaban tres metros, achinó los ojos, se puso rígido, cortó cartucho, apoyó el culatín de la metralleta en su cintura y lo apuntó. "Soy bonzo", pensó el tipo, con la mano izquierda agitó el vasito de papel vacío y en voz alta, demasiado alta y aguda, dijo "quiere un cafecito" mientras deslizaba la mano derecha hacia abajo, detrás del bolso, para sacar la pistola y ganarle de mano al cana, disparar primero. Aunque sabía que era imposible: el cana lo apuntaba al centro del cuerpo, a menos de tres metros, los ojos desconfiados y fijos no en los suyos sino en el bolso de cafetero como si esperase que asomara la pistola, como si supiera, como si la desconfianza lo dotara de precognición, sexto sentido, sabiduría secreta. La desconfianza, piensa ahora el tipo, me salvó su desconfianza, piensa y ve en la pantalla como, de repente, el cana desvía la mirada y la metralleta hacia el costado donde, sobre el asfalto reblandecido de la avenida Maipú, a medio metro del cordón de la vereda y a medias oculto por la garita, un insólito rabino -Pepe disfrazado de rabino, barba postiza y sombrero de hongo- desenfunda una pistola y lo apunta. Y disparó. Recuerda el tipo que ambos dispararon, el cana y Pepe, al mismo tiempo. Pero de la pistola de Pepe no salió ninguna bala. Salió sí la pistola disparada por el aire mientras Pepe se agarraba la mano herida por uno de los balazos de la metralleta y caía o se tiraba al piso detrás de la garita. Al mismo tiempo ambos dispararon. Y también él, el tipo, al mismo tiempo sacó su pistola de atrás de la bolsa de cafetero, en un salto cubrió el metro y medio que lo separaba del cana, lo aferró por el cuello con el brazo izquierdo, le hundió el cañón de la pistola en la espalda y le pegó dos tiros. El cana, aún aferrado por el cuello, se aflojó, desmañado y tembloroso. Desarticulado como un títere a quien el titiritero le suelta los hilos al finalizar la función, el cana de a poco se deslizó hacia el piso y arrastró al tipo con él. Quedaron uno encima del otro: el tipo encima del cana, separados apenas por la bolsa con las molotov. El dedo índice derecho del cana se había pegado al disparador de la metralleta y las balas salían para cualquier lado, al azar. Con el puño izquierdo, el cana golpeó al tipo en el hombro. Entonces el tipo se incorporó: uno de sus pies aplastó contra el piso el brazo derecho del cana y después se inclinó sobre él .Miró su rostro: de la boca se escurría una baba rojiza y tenía los ojos agrandados, desorbitados, ya no parecían indios, no parecían nada. "Son ojos muertos", pensó el tipo mientras se inclinó un poco más, llevó el cañón de la pistola al entrecejo del cana, miró sus ojos muertos y justo en medio de ellos, disparó el tiro del final. El tipo después dirá, para justificarse o entenderse, el tipo dirá: "la sangre enturbiaba todo, hervía la sangre, y además estaba muerto: cuando lo decidimos yo sabía, todos sabíamos que ese tipo estaba muerto". Pero eso lo dirá horas después. En ese momento ya no pensó ni dijo nada. Se limitó a arrancar la metralleta de la mano del cana y colgársela del hombro. Luego abrió la cartuchera del otro, extrajo su pistola y se la puso en la cintura.
Escuchó a Pepe: "tirá las molotov, rápido tiralas", gritó Pepe y el tipo lo imaginó correr hacia uno de los autos, el estacionado sobre Malaver. No perdió tiempo en mirar ni en responder: la comisaría de Vicente López estaba a cinco cuadras, en menos de tres minutos llegarían a Malaver y Maipú. En la mano derecha mantenía su pistola amartillada -"quedan once balas en el cargador" pensó el tipo-y con la izquierda lanzó una de las molotov por encima del muro que separaba la quinta de la calle. A su espalda sintió la llamarada que se levantaba en el interior de la quinta mientras extraía de la bolsa otra molotov y la arrojaba sobre la garita de la esquina. En ese instante escuchó la sirena y a través de las llamas y el humo negro que envolvían la garita percibió un camión blindado: por Malaver cruzaba Maipú en dirección a la esquina de la Quinta. A su izquierda sintió el repiqueteo de una ráfaga de ametralladora que provenía del blindado. "Yo sabía que terminaba bonzo" pensó el tipo y descolgó de su cuello el bolso de cafetero con las dos molotov que restaban. "Muerto pero no a lo bonzo", se dijo el tipo y arrojó el bolso sobre el capot del camión. "Mueren quemados, en pleno febrero y a mediodía mueren quemados", pensó mientras la parte delantera del blindado quedaba envuelta en llamas. Fue lo último que pensó el tipo, al menos lo último que ahora recuerda que pensó. Ahora, frente a la pantalla ciega de la tele. Y se siente un poco mareado. Por el porro y la ginebra y la desmemoria. O la memoria. La memoria de un par de ojos muertos que desde la pantalla de la tele lo observan desorbitados. Un par de ojos muertos detrás de los cuales discurren imágenes de Montreal, en 1971. "¿Qué mierda pasaba en Montreal durante febrero del ’71?. Qué carajo me importa lo que pasaba en Montreal", piensa el tipo y cierra sus ojos para no ver los del otro tipo, los del cana, los del cana muerto que él mató. Que lo vio -cierra los ojos con fuerza el tipo-, que lo vio, sí, lo vio morir mientras lo mataba. "Pero no", grita, "estaba muerto", repite el tipo lo que dijo frente a los compañeros poco antes del informativo vespertino. "Ese tipo estaba muerto", dijo mientras pugnaba por despojarse de las manchas de sangre estampadas sobre su ropa. Manchas imaginarias -ya se había duchado y cambiado y hasta había quemado la ropa ensangrentada en la parrilla del patio de la casa-. Manchas imaginarias, pero indelebles. Quería decir, decir a los compañeros "no me las puedo sacar, las manchas, no me las puedo sacar". Pero se mordió la lengua porque sabía que era su imaginación. (...)
El noticiero cuyo comienzo impidió que el tipo insistiera con aquello que lo obsesionaba: "compañeros, no me puedo sacar las manchas". El noticiero del Siete, o del Nueve, el tipo no recuerda. Pero treinta y tres años más tarde vuelve a sus ojos una pantalla de tele que muestra la foto del otro tipo, del cana, achinados los ojos y suspicaces, la mirada viva, en el ceño la furia. La foto del otro tipo, del muerto, que se difuminó -en la pantalla del Siete o del Nueve, no importa- para mostrar a una señora que vestía un batón raído. Una señora obscura y crispada. Una señora que abría la boca para hablar e imperaba el silencio: "se quedó -pensó el tipo, los ojos clavados en la pantalla del Siete o del Nueve- en el gesto: la desesperación no la deja hablar, ni siquiera la deja llorar". La señora, en la pantalla rodeada por varios pibes compungidos, borrosos, no saben bien todavía qué pasó, todavía no se dan cuenta que mataron al padre, que un guerrillero fusiló al padre frente a la garita de guardia en la esquina de la quinta presidencial. "Ya estarán alrededor de los cuarenta, deben ser cuarentones esos pibes: ¿serán canas? ¿cartoneros? ¿habrán zafado? ¿tendrán alguna idea sobre el motivo de porqué fusilaron al padre? ¿alentarán venganza acerca del tipo que lo fusiló?", reflexiona ahora el tipo que lo fusiló. A sangre fría lo fusiló, con una pistola ametralladora checoslovaca o israelí, de última generación, supersofisticada, dijo el noticiero vespertino de la tele desde una pantalla que mostraba al detalle el escenario de la miseria que ese guerrillero, el fusilador, el tipo, se había juramentado a erradicar. O morir en el intento. Pero murió el otro, el miserable, el sujeto de la miseria. Y al tipo se le cerró la garganta, imposible hablar. Hasta que al rato, al rato de haber finalizado el noticiero, Pepe se acercó al tipo para que le cambiara el vendaje: uno de los disparos del cana le había atravesado la mano. Y dijo: "tranquilo che, no te lo tomes así, es la revolución, caemos nosotros, caen ellos y siempre hay una primera vez: así es la vida, che", dijo Pepe. Y el tipo pasó la mano sobre su regazo, sobre los pantalones, acarició las manchas de sangre y dijo: "no Pepe, así es la muerte". Y se puso a llorar: sollozos roncos, entrecortados, contenidos, lloró el tipo esa noche bajo la implacable mirada de unos ojos muertos. Lloró. Hasta que logró dormirse y, consuelo de la vida, amaneció febrero, despertó verano, siguió la vida y con ella, el día a día, los locos días de la revolución. (...)
(Amorín, José: Montoneros. La buena historia. Peña Lillo editores. Colección, Otras Voces, Buenos Aires, 2008. Amorín murió un 7 de diciembre de 2012. Nunca lo llamó ningún fiscal.....)

No es más, al fin y al cabo, de un pasaje de la "heroica" revolución "popular" de la "juventud maravillosa". 
Si les parece la seguimos......
Prof. Daniel Pardini 


   
          

Humilde homenaje

 HUMILDE HOMENAJE A LOS ARGENTINOS MUERTOS POR EL ACCIONAR SUBVERSIVO EN LA DÉCADA DEL 70  EMPRESARIOS, Y EJECUTIVOS Sallustro, Guillermo (F...